lunes, 31 de diciembre de 2018

TEMA 5-La literatura del siglo XVIII.


Vídeo sobre el contexto histórico del siglo XVIII

Película completa Moll Flanders

Película completa de Los viajes de Gulliver

Fragmentos de Robinson Crusoe

FRAGMENTO UNO

Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque contra los españoles. Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí. Como yo era el tercer hijo de la familia y no me había educado en ningún oficio, desde muy pequeño me pasaba la vida divagando. Mi padre, que era ya muy anciano, me había dado una buena educación, tan buena como puede ser la educación en casa y en las escuelas rurales gratuitas, y su intención era que estudiara leyes. Pero a mí nada me entusiasmaba tanto como el mar, y dominado por este deseo, me negaba a acatar la voluntad, las órdenes, más bien, de mi padre y a escuchar las súplicas y ruegos de mi madre y mis amigos. Parecía que hubiese algo de fatalidad en aquella propensión natural que me encaminaba a la vida de sufrimientos y miserias que habría de llevar.

Mi padre, un hombre prudente y discreto, me dio sabios y excelentes consejos para disuadirme de llevar a cabo lo que, adivinaba, era mi proyecto. Una mañana me llamó a su recámara, donde le confinaba la gota, y me instó amorosamente, aunque con vehemencia, a abandonar esta idea. Me preguntó qué razones podía tener, aparte de una mera vocación de vagabundo, para abandonar la casa paterna y mi país natal, donde sería bien acogido y podría, con dedicación e industria, hacerme con una buena fortuna y vivir una vida cómoda y placentera. Me dijo que sólo los hombres desesperados, por un lado, o extremadamente ambiciosos, por otro, se iban al extranjero en busca de aventuras, para mejorar su estado mediante empresas elevadas o hacerse famosos realizando obras que se salían del camino habitual; que yo estaba muy por encima o por debajo de esas cosas; que mi estado era el estado medio, o lo que se podría llamar el nivel más alto de los niveles bajos, que, según su propia experiencia, era el mejor estado del mundo y el más apto para la felicidad, porque no estaba expuesto a las miserias, privaciones, trabajos ni sufrimientos del sector más vulgar de la humanidad; ni a la vergüenza, el orgullo, el lujo, la ambición ni la envidia de los que pertenecían al sector más alto. Me dijo que podía juzgar por mí mismo la felicidad de este estado, siquiera por un hecho; que este era un estado que el resto de las personas envidiaba; que los reyes a menudo se lamentaban de las consecuencias de haber nacido para grandes propósitos y deseaban haber nacido en el medio de los dos extremos, entre los viles y los grandes; y que el sabio daba testimonio de esto, como el justo parámetro de la verdadera felicidad, cuando rogaba no ser ni rico ni pobre

FRAGMENTO DOS
El buque encalló profundamente en las arenas, de manera que solo nos quedaba tratar de salvar la vida de cualquier manera... Once embarcamos en un bote... Una ola gigantesca cayó sobre el bote con tal violencia, que se dio vuelta en un instante... Nadé hacia adelante con todas mis fuerzas... Fui el único que consiguió pisar tierra, empapado, sin ropa para cambiarme y nada que comer y beber; solo tenía un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una cajita... Todo lo que se me ocurrió fue trepar a un frondoso árbol, y allí me propuse estarme la noche entera y decidir, a la mañana siguiente, cuál sería mi muerte.
Anduve primero en busca de agua dulce. Después de beber y mascar tabaco trepé a mi árbol, tratando de hallar una posición de la cual no me cayera si el sueño me vencía. Había cortado un sólido garrote para defenderme.
Al otro día no había huellas del temporal. La marea había zafado al barco y lo había traído hacia las rocas... Poco después de mediodía el mar se puso como un espejo y la marea bajó tanto que pude acercarme a un cuarto de milla del barco (ya entonces sentía renovarse mi desesperación al comprender que si nos hubiésemos quedado a bordo estaríamos a salvo y en tierra)... Nadé hasta el barco.
Las provisiones de a bordo no habían sufrido absolutamente nada; pude satisfacer mi gran apetito, llenándome además los bolsillos de galleta. Bebí un buen trago de ron para fortalecerme ante la tarea que me esperaba... [Armó una balsa, con elementos que encontró en el barco]... Se presentaba el problema de elegir lo indispensable y al mismo tiempo preservarlo de los golpes del mar [eligió comida, herramientas, armas].
Mi próxima tarea fue la de reconocer el lugar, en busca de un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis efectos con toda seguridad... En la isla había aves; me pregunté si su carne sería o no comestible.
Se me ocurrió que aún podría sacar muchas cosas útiles del barco, y me decidí a hacer otro viaje a bordo... Hallé 2 o 3 cajas de clavos y tornillos, un gran barreno, 1 o 2 docenas de hachuelas, y lo más precioso de todo, una piedra de afilar... Seguí yendo diariamente al barco, aprovechando la marea baja... Lo que más me alegró en aquellos viajes es que después de estar 5 o 6 veces, y cuando ya no esperaba encontrar nada que valiera la pena mover de su sitio, seguía descubriendo cosas que me servían... En la cabina del capitán hallé una caja con 36 libras esterlinas en monedas europeas, brasileñas y algunas piezas de oro y plata. Sonreí a la vista de aquel dinero. ¿Para qué me sirves?, exclamé... Pero luego lo pensé mejor y tomé el dinero.
Mis pensamientos estaban ahora consagrados a encontrar los medios de asegurarme contra los salvajes y las bestias que pudiera haber en la isla... Calculé aquello que necesitaba en forma indispensable: en primer lugar agua dulce y aire saludable; luego abrigo y seguridad; finalmente, que si Dios me enviaba algún barco por las cercanías, no perdiera yo esa oportunidad de salvarme.
En el barco encontré plumas, tinta y papel, e hice lo indecible por economizarlos; mientras duró la tinta pude llevar una crónica muy exacta, pero cuando se terminó me hallé imposibilitado de continuarla, ya que no pude hacer tinta a pesar de todo lo que probé. Esto vino a demostrarme que necesitaba muchas cosas fuera de las que había acumulado. Habiendo conseguido acostumbrar un poco mi espíritu a su actual condición y abandonando la costumbre de mirar al mar por si divisaba algún navío, me apliqué desde entonces a organizar mi vida y a hacerla lo más confortable posible... Fabriqué una mesa y una silla.


FRAGMENTO TERCERO

Aparte de esto, imaginaba que capturaba a uno, mejor, a dos o tres salvajes y los convertía en mis esclavos, dispuestos a hacer todo lo que les indicara y desprovistos de todos los medios para hacerme daño. Durante mucho tiempo abrigué esta idea pero todas mis fantasías se redujeron a nada, ya que nunca se presentó la ocasión de realizarlas. De repente, una mañana, muy temprano, divisé, para mi sorpresa, al menos cinco canoas en la playa en mi lado de la isla. La gente que viajaba en ellas había desembarcado y estaba fuera del alcance de mi vista. Su número deshizo todos mis cálculos, pues solían venir cuatro o cinco, a veces más, en cada canoa y no tenía idea de lo que debía hacer para atacar yo solo a veinte o treinta hombres. Me quedé, pues, en mi castillo, perplejo y abatido. No obstante, adoptando la misma actitud que antes, me preparé, tal y como lo había previsto, para responder a un ataque y para afrontar cualquier eventualidad que se presentara. Al cabo de una larga espera, atento a cualquier ruido que pudiesen hacer, me impacienté y, poniendo mis armas al pie de la escalera, trepé a lo alto de la colina en dos etapas, como siempre, y me aposté de forma que no pudieran verme bajo ningún concepto. Allí observé, con la ayuda de mi catalejo, que no eran menos de treinta hombres, que habían encendido una fogata y que estaban preparando su comida; mas no tenía idea del tipo de alimento que era ni del modo en que lo estaban cocinando. No obstante los vi danzar alrededor del fuego, como era su costumbre, haciendo no sé cuántas figuras y movimientos salvajes.

Mientras los observaba con el catalejo, vi que sacaban a dos infelices de los botes, donde los habían retenido hasta el momento del sacrificio. Observé que uno de ellos caía al suelo, abatido por un bastón o pala de madera, conforme a sus costumbres, e, inmediatamente, otros dos o tres se pusieron a despedazarlo para cocinarlo. Mientras tanto, la otra víctima permanecía a la espera de su turno. En ese mismo instante, aquel pobre infeliz, inspirado por la naturaleza y por la esperanza de salvarse, viéndose aún con cierta libertad, comenzó a correr por la arena a una gran velocidad, en dirección a mi parte de la isla, es decir, hacia donde estaba mi morada.

Sentí un miedo de muerte (debo reconocerlo) cuando lo vi correr hacia mí, especialmente, porque sabía que sería perseguido por los demás. Esperaba que mi sueño se cumpliera y que, en efecto, se refugiase en mi cueva. Más no podía esperar que los otros no lo siguieran hasta allí. No obstante, permanecí en mi puesto y recobré el aliento cuando advertí que solo lo perseguían tres hombres y que él les llevaba una gran ventaja. Sin duda lograría escapar si sostenía su carrera por espacio de media hora. Entre ellos y mi morada se hallaba aquel río que mencioné varias veces en la primera parte de mi historia, cuando describía el desembarco del cargamento que había rescatado del naufragio. Evidentemente, el pobre infeliz tendría que cruzarlo a nado, pues, de lo contrario, lo capturarían allí. Al llegar al río, el salvaje se zambulló y ganó la ribera opuesta en unas treinta brazadas, a pesar de que la marea estaba alta. Luego volvió a echar a correr a una velocidad extraordinaria. Cuando los otros tres llegaron al río, pude observar que solo dos de ellos sabían nadar. El tercero no podía hacerlo, por lo que se detuvo en la orilla, miró hacia el otro lado y no prosiguió. En seguida, se dio la vuelta y regresó lentamente, para mayor suerte del que huía.

Observé que los dos que sabían nadar, tardaron el doble del tiempo que el otro en atravesar el río. Entonces, presentí, de forma clara e irresistible, que había llegado la hora de conseguirme un sirviente, tal vez, un compañero o un amigo y que había sido llamado claramente por la Providencia para salvarle la vida a esa pobre criatura. Bajé lo más velozmente que pude por la escalera, cogí las dos escopetas que estaban, como he dicho, al pie de la escalera y volví a subir la colina con la misma celeridad, para descender hasta la playa por el otro lado. Como había tomado un atajo y el camino era cuesta abajo, rápidamente me situé entre los perseguidores y el perseguido. Entonces, le grité a este último, que se volvió, tal vez más espantado por mí que por los otros. Le hice señas con la mano para que regresara, mientras avanzaba lentamente hacia los perseguidores. Me abalancé sobre uno de ellos y le hice caer de un culatazo, mas no me atreví a disparar, por miedo a que los demás lo oyesen, aunque, a tanta distancia era poco probable que lo hicieran, y como no podían ver el humo, tampoco habrían sabido de dónde provenía el disparo. Al ver a su amigo en el suelo, el otro perseguidor se detuvo como espantado. Avancé rápidamente hacia él, mas cuando estuve cerca, advertí que me apuntaba con su arco y su flecha y estaba en disposición de dispararme. Me vi obligado a apuntarle y lo maté con el primer disparo. El pobre salvaje fugitivo, se detuvo al ver que sus perseguidores habían sido derribados y matados. Estaba tan espantado por el humo y el ruido de mi arma, que se quedó paralizado y no intentó dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás, a pesar de que parecía más inclinado a escapar que a acercarse. Volví a gritarle y a hacerle señas para que se aproximara, las cuales entendió perfectamente. Entonces, dio algunos pasos y se detuvo, avanzó un poco más y volvió a detenerse. Temblaba como si hubiese caído prisionero y estuviese a punto de ser asesinado como sus dos enemigos. Volví a llamarlo e hice todas las señales que pude para alentarlo. Se fue acercando poco a poco, arrodillándose cada diez o doce pasos, en muestra de reconocimiento hacia mí por haberle salvado la vida. Le sonreí, lo miré amablemente y lo invité a seguir avanzando. Finalmente llegó hasta donde yo estaba, volvió a arrodillarse, besó la tierra, apoyó su cabeza sobre ella y, tomándome el pie, lo colocó sobre su cabeza. Al parecer, trataba de decirme que juraba ser mi esclavo para siempre. Lo levanté y lo reconforté como mejor pude. Pero aún quedaba trabajo por hacer, pues advertí que el salvaje al que le había dado el culatazo, no estaba muerto sino tan solo aturdido por el golpe y comenzaba a volver en sí. Lo señalé con el dedo para mostrarle a mi salvaje que no estaba muerto, a lo que me respondió con unas palabras que no pude comprender pero que me sonaron muy dulces ya que era la primera voz humana, aparte de la mía, que escuchaba en más de veinticinco años. Mas no era el momento para semejantes reflexiones pues el salvaje que estaba en el suelo, se había recuperado lo suficiente como para sentarse y el mío comenzaba a dar muestras de temor. Cuando vi esto, le mostré mi otra escopeta al hombre, haciendo ademán de dispararle. Entonces, mi salvaje, que ya podía llamarle así, me pidió con un gesto que le prestase el sable que colgaba desnudo de mi cinturón. Se lo di y, tan pronto como lo tuvo en sus manos, se abalanzó sobre su enemigo y le cortó la cabeza de un golpe tan certero, que ni el más rápido y diestro verdugo de Alemania, lo hubiese podido hacer mejor. Esto me pareció muy extraño, por parte de alguien que nunca había visto un sable en su vida, a no ser que fuese de madera. No obstante, según supe después, los sables de los salvajes son tan afilados y pesados, y están hechos de una madera tan dura, que pueden tronchar cabezas o brazos de un solo golpe. Hecho esto, el salvaje vino hacia mí sonriendo en señal de triunfo para devolverme la espada y, haciendo gestos que yo no llegaba a comprender, la colocó a mis pies junto con la cabeza del salvaje que acababa de matar.

FRAGMENTOS DE LOS VIAJES DE GULLIVER


Parte I: Gulliver renuncia a su trabajo para hacerse capitán de barco. En una travesía naufragan y el mar le arroja a la costa de Lilliput.

Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con mister James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fui aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías.
Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fui recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con la señorita Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. 
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El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a Wapping, esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera.
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Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho.

El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Solo podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mí alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir.














Parte II: Viaja y es abandonado en Brobdingnag, tierra donde todos son gigantes.

Entonces la criatura enorme se adelantó un poco, y, mirando por bajo y alrededor de sí algún tiempo, me divisó tendido en el suelo por fin. Me consideró un rato, con la precaución de quien se propone echar mano a una sabandija peligrosa de tal modo que no pueda arañarle ni morderle, como yo tengo hecho tantas veces con las comadrejas en Inglaterra. Por último, se atrevió a alzarme, cogiéndome por la mitad del cuerpo con el índice y el pulgar, y me llevó a tres yardas de los ojos para poder apreciar mi figura más detalladamente. Adiviné su intención, y mi buena fortuna me dio tanta presencia de ánimo, que me resolví a no resistirme lo más mínimo cuando me sostenía en el aire, a unos sesenta pies del suelo, aunque me apretaba muy dolorosamente los costados por temor de que me escurriese de entre sus dedos. Todo lo que me atreví a hacer fue levantar los ojos al cielo, juntar las manos en actitud suplicante y pronunciar algunas palabras en tono humilde y melancólico, adecuado a la situación en que me hallaba, pues temía a cada momento que me estrellase contra el suelo, como es uso entre nosotros cuando queremos dar fin de alguna sabandija. Pero quiso mi buena estrella que pareciesen gustarle mi voz y mis movimientos y empezase a mirarme como una curiosidad, muy asombrado de oírme pronunciar palabras articuladas, aunque no pudiese entenderlas. En tanto, no dejaba yo de gemir y verter lágrimas, y, volviendo la cabeza hacia los lados, darle a entender como me era posible cuán cruelmente me dañaba la presión de sus dedos. Pareció que se daba cuenta de lo que quería decirle, porque levantándose un faldón de la casaca me colocó suavemente en él e inmediatamente echó a correr conmigo en busca de su amo, que era un acaudalado labrador y el mismo a quien yo había visto primeramente en el campo.


El labrador, a quien, según deduje por los hechos, su servidor había dado acerca de mí las explicaciones que había podido, tomó una pajita, del tamaño de un bastón aproximadamente, y con ella me alzó los faldones, que parecía tener por una especie de vestido que la Naturaleza me hubiese dado. Me sopló los cabellos hacia los lados, para mejor verme la cara. Llamó a sus criados y les preguntó -por lo que supe después- si habían visto alguna vez en los campos bicho que se me pareciese. Luego me dejó blandamente en el suelo, a cuatro pies; pero yo me levanté inmediatamente y empecé a ir y venir despacio, para que aquella gente viese que no tenía intención de escaparme. Ellos se sentaron en círculo a mí alrededor a fin de observar mejor mis movimientos. Yo me quité el sombrero e hice al labrador una inclinación profunda; caí de rodillas, y alzando al cielo las manos y los ojos pronuncié varias palabras todo lo fuerte que pude, y me saqué de la faltriquera una bolsa de oro, que le ofrecí humildemente. La recibió en la palma de la mano, se la acercó al ojo para ver lo que era y luego la volvió varias veces con la punta de un alfiler que se había quitado de la solapa, sin lograr nada con ello. Le hice entonces seña de que pusiera la mano en el suelo; tomé la bolsa, y luego de abrirla le derramé todo el oro en la palma.


PARTE III: Viaje a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, etc. Como no saca ningún partido práctico a lo que allí aprende (música y matemáticas), se vuelve a casa.

Los luggnaggianos son gente amable y generosa, y aunque no dejan de participar algo del orgullo que es peculiar a todos los países orientales, se muestran corteses con los extranjeros, especialmente con aquellos a quienes favorece la corte. Hice amistad con personas del mejor tono, y, siempre acompañado de mi intérprete, tuve con ellas conversaciones no desagradables.
Gulliver descubre Laputa, la isla voladora. 

Un día, hallándome en muy buena compañía, me preguntó una persona de calidad si había visto a alguno de los struldbrugs, que quiere decir inmortales. Dije que no, y le supliqué que me explicase qué significaba tal nombre aplicado a una criatura mortal. Hízome saber que de vez en cuando, aunque muy raramente, acontecía nacer en una familia un niño con una mancha circular roja en la frente, encima de la ceja izquierda, lo que era infalible señal de que no moriría nunca. La mancha, por la descripción que hizo, era como el círculo de una moneda de plata de tres peniques, pero con el tiempo se agrandaba y cambiaba de color. Así, a los doce años se haría verde, y de este color continuaba hasta los veinticinco, en que se tornaba azul oscuro; a los cuarenta y cinco se volvía negra como el carbón y del tamaño de un chelín inglés, y ya no sufría nunca más alteraciones. Dijo que estos nacimientos eran tan raros, que no creía que hubiese más de mil ciento struldbrugs de ambos sexos en todo el reino, de los cuales calculaban que estarían en la metrópoli cincuenta, y que figuraba entre el resto una niña nacida hacia unos tres años.

Parte IV: Los houyhnhnms y los yahoos.

Mi amo, después de algunas expresiones de gran indignación, se asombró de que nos arriesgásemos a subirnos en el lomo de un houyhnhnm, pues estaba seguro de que el más débil criado de su casa era capaz de sacudirse al yahoo más fuerte, o de aplastarle echándose al suelo y revolcándose sobre el lomo. Le contesté que nuestros caballos eran amaestrados desde que tenían tres o cuatro años según el uso a que se destinaba a cada cual; que si alguno resultaba extremadamente indócil, se le dedicaba al tiro; que se les pegaba duramente cuando eran jóvenes, por cualquier travesura, y que, indudablemente, eran sensibles a la recompensa y al castigo. Pero su señoría se sirvió considerar que tales houyhnhnms no tenían el menor rastro de entendimiento, ni más ni menos que los yahoos de su país.
Me costó recurrir a numerosas circunlocuciones el dar a mi amo idea exacta de lo que decía, pues su idioma no es abundante en variedad de palabras, porque las necesidades y pasiones de ellos son menos que las nuestras. Pero es imposible pintar su noble resentimiento por el trato salvaje que dábamos a la raza houyhnhnm. Dijo que si era posible que hubiese un país donde solamente los yahoos estuvieran dotados de razón, sin duda deberían ser el animal dominador, porque, a la larga, siempre la razón prevalecerá sobre la fuerza bruta. Pero considerando la hechura de nuestro cuerpo, y particularmente del mío, pensaba que no existía un ser de parecida corpulencia tan mal conformado para emplear el tal raciocinio en los fines corrientes de la vida; por lo cual me preguntó si aquellos entre quienes yo vivía se parecían a mí o a los yahoos de su tierra. Le aseguré que yo estaba formado como la mayor parte de los de mi edad, pero que los jóvenes y las hembras eran mucho más tiernos y delicados, y la piel de las últimas tan blanca como la leche, por regla general. Díjome que, sin duda, yo me diferenciaba de los otros yahoos en ser mucho más limpio y no tan extremadamente feo; pero en punto a ventajas positivas, pensaba que las diferencias iban en perjuicio mío. Ni las uñas de las patas delanteras ni las de las traseras me servían para nada. En cuanto a las patas delanteras, no podía darles en realidad tal nombre, ya que nunca había visto que anduviese con ellas; eran demasiado blandas para apoyarse en el suelo; generalmente las llevaba descubiertas, y las cubiertas que a veces les ponía no eran de la misma forma ni resistencia que las que llevaba en las patas de atrás. No podía marchar con seguridad, pues si se me escurría una de las patas traseras daría en tierra con mi cuerpo inevitablemente. Comenzó luego a poner faltas a otras partes de mi cuerpo: lo plano de mi cara, lo prominente de mi nariz, la colocación delantera de mis ojos, de modo que no podía mirar a los lados sin volver la cabeza, que no podía comer sin levantar hasta la boca una de las patas delanteras, remos éstos que la Naturaleza me había dado, por consiguiente, respondiendo a tal necesidad. No sabía para qué podrían servirme aquellas rajas y divisiones de las patas de delante; éstas eran demasiado blandas para soportar la dureza y los filos de las piedras sin una cubierta hecha de la piel de algún otro animal; todo mi cuerpo necesitaba contra el calor y el frío una defensa, que tenía que ponerme y quitarme todos los días, con el fastidio y la molestia consiguientes. Y, por último, él había observado que en su país todos los animales aborrecían naturalmente a los yahoos, que eran evitados por los más débiles, y apartados por los más fuertes; así que, aun suponiendo que estuviésemos dotados de razón, no podía comprender cómo era posible curar esa natural antipatía que todos los seres demostraban por nosotros, ni, por lo tanto, cómo podíamos amansarlos y servirnos de ellos. No obstante, dijo que no discutiría más la cuestión, porque tenía los mayores deseos de conocer mi historia, en qué país había nacido y los diversos actos y acontecimientos de mi vida hasta que había llegado allí.


LA LITERATURA FRANCESA DEL SIGLO XVIII

Lectura en el Cervantes Virtual de Las Cartas Marruecas, de José Cadalso.

Vídeo sobre Voltaire
Lectura íntegra de Cándido o el Optimista

UNA MIRADA A LA ILUSTRACIÓN ESPAÑOLA

Fábula de Samaniego

«¡Ah! ¡quién fuese Caballo!
Un Asno melancólico decía;
Entonces sí que nadie me vería
Flaco, triste y fatal como me hallo.
Tal vez un caballero
Me mantendría ocioso y bien comido,
Dándose su merced por muy servido
Con corvetas y saltos de carnero.
Trátanme ahora como vil y bajo;
De risa sirve mi contraria suerte;
Quien me apalea más, más se divierte,
Y menos como cuando más trabajo.
No es posible encontrar sobre la tierra
Infeliz como yo.» Tal se juzgaba,
Cuando al Caballo ve cómo pasaba,
Con su jinete y armas, a la guerra.
Entonces conoció su desatino,
Rióse de corvetas y regalos,
Y dijo: «Que trabaje y lluevan palos,
No me saquen los dioses de Pollino.»

Obra de El sí de las niñas

miércoles, 12 de diciembre de 2018

POSIBLES TRABAJOS VOLUNTARIOS

Podéis hacer trabajos voluntarios de cualquier obra de Shakespeare.

POSIBLE GUIÓN DE TRABAJO
- Breves indicaciones sobre la vida y obra del autor.
- Argumento (indicando el planteamiento, el nudo y el desenlace).
- Temas tratados.
- Estilo y lenguaje: comentario del retoricismo, del uso de un lenguaje más o menos culto, de la aparición de expresiones populares, etc.
- Fragmento de la obra y comentario de la parte a la que pertenece y de alguna característica sobresaliente del mismo.

TEMA 9: NARRATIVA Y TEATRO DEL SIGLO XX

Lee los siguientes fragmentos narrativos e indica qué técnica narrativa se observa: TEXTO A Me gustan las flores quisiera tener la ca...